Siete
y treinta y uno de la mañana. Todos estamos más dormidos que Bella
Durmiente pasada de alopidol. Yo me
despierto con un sobresalto, no abandono una pesadilla sino que comienzo a
vivir una. Tengo por delante dos horas reloj con un minúsculo grupo de unos
treinta y cinco adolescentes. Si Dios existe se tomó vacaciones antes de oír
mis plegarias. Para acrecentar mi orfandad, hubo cambio de preceptoras. Ésta es
nueva, en mi vida, no en la escuela. Tendré que construir una relación desde
cero. Me consuelo pensando que parece sensata, despabilada y eficiente, no es
mala base. Con las buenas preceptoras armo un tándem, cuasi matrimonial, con el
tiempo llegamos a conocernos las mañas, a respetarnos y apoyarnos. La escuela
es un desierto y siempre ayuda tener a alguien con una cantimplora extra. Con
la anterior tenía una relación de años, si tuviera lágrimas, se las vertería.
Quedo solo y temo el momento en que los 35 se despierten. ¿Quién dijo que todo
está perdido? Aparecen dos alumnos más que acaban de inscribirse. Comienzo con
mis preguntas habituales: ¿tuviste inglés el año pasado? (que puede
reemplazarse con: ¿cuándo fue la última vez que tuviste inglés?) ¿te iba bien?,
¿te gustaba? Las respuestas me indican que estoy ante el típico campo de
refugiados Los Desamparados del Inglés. Arranco con un repaso, Dios vuelve de
sus vacaciones y se apiada de mí. Los más revoltosos recuerdan algo de inglés y
están dispuestos a lucirse. Me embriaga algo parecido a la alegría, siento como
que se me reducen 10 años de mi cadena perpetua. Media hora antes del recreo,
el milagro se extingue. Para no abusar de mi suerte, me tomo todo el tiempo del
mundo para corregir y conversar con mis viejos conocidos: el equipo de
repetidores. Cuando termino, faltan como cinco minutos para el timbre. Guardo
mis cosas y me preparo para hacer el truco que me humaniza, los divierte y los
hace confiar en mí: salir propulsado a chorro en el segundo que el timbre
suena. Nada de sutilezas ni hipocresías, nos hermana saber que el momento más
feliz de la escuela es el de la partida. Podría aspirar a algún premio docente,
aunque más no sea por el infatigable entusiasmo para enseñar algo incluso
después de tantos años con la tiza en la mano, pero sin exagerar, en las
actuales condiciones de trabajo, huir es el mejor destino.
A la
tarde me toca una escuela a la que accedí porque cerraron un curso en la que sí
había elegido. Llevo ya varios años y sigo sin hacer pie. Me digo que es porque
tengo un solo curso, no obstante en otras tengo también uno, y no solo hago pie
sino que hasta despunto mi zapateo americano. Supuestamente es de adultos,
aunque allí desde casi siempre fue de “ex” adultos. Me queda más lejos que un
horizonte y medio. Normalmente arranca escalonadamente, pero no sé si lo hará
este año debido a la larga huelga. Iré, claro, pero me molestaría hacerlo
inútilmente. Podría intentar llamar al teléfono de línea, sin embargo lograr
comunicarse con una escuela es más difícil que saltar la banca de un casino
tres veces en una noche. No tengo el celular de nadie y ni soñar con que me
avisen de que no comienzo, si tal fuera el caso, son menos solidarios que pasajeros de primera clase saltando a los botes salvavidas. A gastar suela se
ha dicho. En el camino recuerdo que esa escuela tiene en su nombre algo que ver
Malvinas y que como son las últimas horas del turno, quizá me toque acto. Pero poca
es mi suerte, tengo clase y no hay acto. La profe que me precede me alienta:
respirá tranquilo que son buenos. Es así nomás, clase agradable. Eso sí, súper
adultos, el mayor tiene 18, los demás oscilan entre 16 y 17. La venganza de la
juventud. Cuando concursé tomé la mayor cantidad de cursos de adultos y ahora
se llenan de púberes. Mañana es feriado o como decía mi papá que fue empresario
teatral más o menos una semana: Descanso de la compañía. Viene bien, enseñar en
la provincia no sólo es un ejercicio intelectual sino físico: hay que correr de
un lado al otro, a pie (mi caso), en cole, bici, moto o auto. Y eso cansa. En un
par de semanas habremos entrado en carrera, pero ahora que calentamos motores,
notamos los años y la larga pausa. Calavera no chilla…
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