lunes, 31 de marzo de 2014

Lunes 31


Llego temprano, siempre lo hago, pero en los primeros días más que nunca, si va a haber caos, mejor llegar antes de que se arme que en el medio de él. Las puertas de la escuela están cerradas y los alumnos esperan en la vereda. Elijo no tocar timbre para no parecer ansioso por trabajar o asustado por la muchedumbre estudiantil y llamo la atención de un portero para que me abra. Me topo con el director y nos saludamos. Sin querer sumo méritos, mis colegas, menos precavidos, llegarán más tarde y se ganarán una buena reprimenda. No se han cubierto todas las vacantes de preceptores, así que habrá que improvisar, los que están tendrán que organizar más clases de las que tendrán normalmente. Se hace entrar a los alumnos, se los reúne en el patio. El director les da la bienvenida, anuncia que habrá que recuperar en clase los días perdidos y a continuación los preceptores leen las listas de cada curso y les indican a qué aula dirigirse. Mi preceptora habitual no está, no pregunto por qué, ya habrá tiempo de enterarse, en los primeros días lo ideal es ver, oír y callar. Por suerte la reemplaza, al menos por ahora, otra igual de simpática y de bien dispuesta. Digo por suerte porque ha vuelto otra que tiene menos aptitud para el cargo que Nicole Kidman para pasar desapercibida. Leen mi lista y me voy tras los alumnos rumbo al aula que nos tocará. Se supone que es un curso de adultos. Subrayo se supone, porque a partir de este año los niñitos de 15 años ya pueden aspirar a cursar en adultos, y no solo los repetidores y los que no se adaptaron al secundario común sino también los que tengan esa edad aunque no hayan terminado la primaria. Sí, para la política educativa lo importante es la escolarización a como dé lugar, no los méritos o las habilidades para estar en tal o cual lugar de la escala formativa. Mi salón parece una fiesta de quince, el mayor tiene 16 años. Bien, si se portan mal, la próxima clase traigo cotillón y armo un carnaval carioca. En las primeras clases casi nadie se porta mal, pero ya se perfilan los que nos darán dolor de muelas. Cuando se enteran que doy inglés, ponen cara de masticar soretes. Y sí, en la desidia intelectual habitual, inglés interesa menos que un partido de wáter polo entre dos equipos de la tercera edad. Pido buena onda, dejo que me gane el espíritu de Piñón Fijo y zafamos una primera clase que bien mirada si no es atractiva al menos es indolora. 


Salgo corriendo para poder llegar a la  próxima clase en otra escuela que no está precisamente a la vuelta. A mitad de camino en un quiosco que tiene una máquina de nescafé, me compro un capuchino, que iré tomando por la calle, mientras me encomiendo a los dioses porque me espera un primer año de secundaria básica, que en el viejo sistema era el viejo y querido séptimo grado. En la actualidad, sabrá Dios por qué, los jovencitos tienen más problemas que un hormiguero fumigado y se portan peor que un motín carcelario. El año pasado padecí cada minuto de las dos horas reloj que duran los dos benditos módulos. Sólo un bolerista desmadrado podría expresar lo que se sufre en un curso así. Llego en medio del recreo y sorpresa, el timbre para acceder a la portería no está, hasta los cables que llegan a él no están. ¿Como no puedo avisar que llegué, me tendré que ir? No permanezco mucho perdido en el dilema, me ve la bibliotecaria, le avisa al portero quien viene a abrirme. Tengo todavía unos minutos para sociabilizar en sala de profesores. Pasados los saludos, discutimos que a nosotros la huelga no nos trajo ninguna victoria apreciable, que a lo sumo por los prorrateos de nuestras horas nos tocarán los peniques y no la luna, o para decirlo según el dicho rioplatense, los veinte y no la chancha. Y sí, primaria no es secundaria, y cuando se anuncian porcentajes de aumento, secundaria queda muy lejos de primaria. La campana pone fin a la queja y nos insta a refugiarnos en las aulas. La hora de la verdad ha llegado. 


Sorpresa. Los alumnos son menos letales que los del año pasado. Tampoco les gusta inglés, pero no son inmunes al entusiasmo sobreactuado que pongo para sacar adelante un repaso, que sale menos desgraciado que de costumbre. Recibo el mejor elogio que puede recibir un docente: se me pasó rápido esta hora. Después del recreo, la magia desaparece y la segunda hora (reloj) se pone lenta. También, con horas tan largas no los entretenés ni con la parafernalia de Moulin Rouge! No importa, quizá (no alentemos esperanzas que puedan desvanecerse más rápido que los aumentos de nuestro sueldo) se dejen enseñar algo. Bien, una clase menos en mi vida docente. Ahora a esperar tres horas y media para que lleguen las últimas de la nocturna. Abrigo la llama del fuego sagrado docente para que no se apague, titubea, titubea pero sigue prendida. Milagro de primer día. Llego y ¡sorpresa! segundo año comienza mañana. Igual sonrío, una clase menos es una clase menos. Antes de irme, alguien se disculpa por no haberme avisado, igual se agradece. El misterio de cómo será este grupo permanecerá abierto hasta la próxima semana. Cruzo los dedos.

2 comentarios:

  1. Ya me enganché con tus relatos. No es que extrañe, nooooo, para nada! Solo renace, revive, resalta, y se resignifica una vez más, la sensación maravillosa de jubilarse. Te seguirè a lo largo del ciclo lectivo y prometo no sacar carpeta. Un beso!

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  2. Gracias!!! Y ni se te ocurra extrañar, que sos mi ídola, porque cómo manejaste tu carrera docente y ¡haberte jubilado!!! Abrazo grande!

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