por fiaca...
Campana de largada
Todo lo que usted siempre quiso saber sobre su profesor, pero no se atrevió a preguntar.
sábado, 10 de mayo de 2014
jueves, 1 de mayo de 2014
Jueves 1
Por cuatro días locos que vamos a
pasar, por cuatro días locos que vamos a pasar… Mejor pasarlos amuchados…
viernes, 25 de abril de 2014
Viernes 25
Venir
de una semana corta anestesia. Un poco. Contra la ingratitud de los alumnos, la
pesadez de la burocracia y la cara de oler pedos de algunas personas. Eso sí,
la indolencia te dura hasta que te dicen que tenés que asistir a una reunión
obligatoria en la que se coordinará cómo entregar programas, planificaciones,
diagnósticos de grupos y trabajos de recuperación por los días perdidos por la
huelga.
La
paciencia se te va por la alcantarilla y tenés ganas de ponerte a gritar: Ya
hice todo eso, ya lo imprimí, no me digan ahora que hay nuevos protocolos y que
me tengo que meter las copias por el garguero. (Se me ocurren muchas cosas que
me podría meter por el garguero, pero juro que las copias de las
planificaciones no son una de ellas.) Suspiro con la fuerza de Zeus, pero no se
mueve ni una hoja. Hay furias devastadoras que mueren en la propia mente. La
notificación concluye con: Se otorgarán certificados de asistencia. Pero el día
y la hora elegidos no me coinciden con ninguna clase, de modo que, con mi poca
suerte, será una actividad extra… extra. Tendrían que existir actividades que
excluyen a los que cumplimos siempre. Aunque perderían su propósito, porque son
actividades a las que vamos los que cumplimos siempre para escuchar quejas de
los que no cumplen nunca. Conclusión: ¿no sería mejor arrastrar con la fuerza
pública a los que no cumplen nunca y dejarnos a nosotros en paz? No, eso sería
demasiado sentido común y ya se sabe que es el sentido que más escasea.
Voy,
llego más cansado que puta de puerto en huelga de estibadores. Correr de una
escuela a otra, de la mañana a la noche, no es apto para todo público. Somos
los mismos cuatro de siempre. Ya podríamos fundar un grupo folklórico, quién
sabe, por ahí nos iría mejor. La reunión es de una previsibilidad deprimente.
Arranca con un ¿qué problema tienen? Respuesta lógica: Ninguno que esta reunión
pueda solucionar. Algo que sería revolucionario. En vez de eso comienza la
catarsis habitual. Los docentes son los únicos seres que pretenden sanarse las
heridas ahondándoselas con una cucharita. Me aburro tanto que podría llorar
para levantarme el ánimo. Encima como es reunión “extra” no hay refrigerio. Si
tuviera un reino lo cambiaría por un café. Con crema.
Pasamos
a lo que nos compete: los programas y las planificaciones. ¡No!, hay cambios…
ligerísimos en la presentación. Lo suficientemente notables como para que los
míos, ya impresos, sean tan útiles como un compás en una orgía. La jefa pide
colaboración para unos proyectos que, hasta en la enunciación, suenan
faraónicos. Las más entusiastas agregan troncos de sequoias al incendio. Si
desde un principio sonaban inviables, ahora los proyectos se vuelven
imposibles. Alguien sugiere incluir en el equipo de trabajo a Fulanita. Ah,
dice la jefa, buenísimo, Fulanita es tan dedicada. Pregunta del millón: ¿si es
tan “dedicada” por qué no está en esta reunión y en las 200 anteriores? Ah,
claro, tiene imperecedera fama de “dedicada”, porque en vez de dar clase, se la
pasa en la puerta de su salón charlando hasta con las moscas que pasan. Las
entusiastas se van con una lista de deberes, que olvidarán apenas lleguen a sus
casas, perdón, me corrijo, no bien traspasen la puerta de este salón.
Una
hora y media después, gracias a los cielos, el evento se da por concluido. No saqué
nada en claro, no se me aportó nada, me voy como vine. Claro, con un par de
horas menos en mi vida, que bien podría haber llenado de un modo más
constructivo: rascándome la cicatriz del conducto ónfalo-mesentérico o sea el
ombligo, por ejemplo. Me dan ganas de pertenecer al grupo de los que no cumplen
nunca. Van felices por la vida sin darse por aludidos para reuniones tan
esclarecedoras como el barro.
Díganme andropáusico, pero no hay nada más
inútil que hacer de cuenta que nos ocupamos cuando no hacemos más que aceitar
el sistema para que siga aplastándonos.
martes, 22 de abril de 2014
Martes 22
Gabriel
García Márquez es un autor que enamora. Lo sé por experiencia. Nunca me
devolvieron los libros suyos que presté. Cuando quise releerlos, tuve que
comprar nuevos ejemplares para que la historia volviera a iniciarse, porque el
domingo al revisar la biblioteca descubrí que tengo solamente tres copias de 100 años de soledad. Una de Espasa Calpe
que me regalaron una vez para el día del maestro y dos de la editorial Sudamericana
con la clásica tapa, es que no me puedo resistir, cuando me cruzo con la
portada de las etiquetas azules con motivos folklóricos y la E de soledad dada vuelta tengo que comprarlo.
100 años es incluso mejor libro con
la portada que diseñó Vicente Rojo.
En casi
todas las escuelas hay libros para dar clase de inglés (gracias a Dios y a
Cristina, lo lamento si son anti K, pero me enseñaron a ser agradecido). Los paso
a buscar en persona, no le pido a un alumno que lo haga, más que nada para
desarrollar relación con las/los bibliotecarias/os. Alguien que estudió para
traficar libros merece que se lo conozca.
Lunes,
primeras horas de la tarde. La bibliotecaria abre su recinto de trabajo. Me anteceden
cuatro niñas adolescentes, un poco cohibidas, como si visitaran la biblioteca
por primera vez. Una de ellas pregunta con timidez si hay libros de García
Márquez. ¿Para vos? retruca la bibliotecaria. No, para las cuatro, responde la
alumna. Sonrío beatíficamente porque muero de amor.
Lunes,
últimas horas de la noche. Me toca dar adjetivos de estado para que respondan
How are you right now? (¿Cómo estás en este momento?). Los practicamos y
planteo el ejercicio. Uno de los alumnos, que termina entre los primeros, me
pregunta: ¿Usted conoce a García Márquez? Le contesto que sí, que tengo el
gusto. ¿Qué libro me recomienda?, insiste. Me sale decirle Crónica de una muerte anunciada. ¿Es corto?, inquiere. Le digo que
sí. Ah, me dice, porque en la biblioteca me dieron este mamotreto. Mete mano en
su mochila y saca 100 años de soledad.
Es largo, aclara con desaliento. Le digo: Permiso, tomo el libro y me pongo a
leer la primera página en voz alta. Arranco con el ya célebre: “Muchos años
después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había
de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.
Y no me detengo hasta: “Cuando José Arcadio Buendía y los cuatro hombres de su
expedición lograron desarticular la armadura, encontraron dentro un esqueleto
calcificado que llevaba colgado al cuello un relicario de cobre con rizo de
mujer.” Los que no habían terminado el ejercicio, y hasta los que sí y ya manoseaban
el celular, se interrumpen y me escuchan. Cuando termino les veo las caras de
hambre de maravillas. El alumno al que le habían prestado el libro, con
autoridad de dueño, me urge: Deme, deme, a este lo leo seguro.
Me hincho orgulloso como un gallo, me envanezco como un pavo. De la pura alegría por trabajar en escuela pública. Hay esperanza.
martes, 15 de abril de 2014
Martes 15
No
voy a decir que las escuelas son una fiesta, porque nunca lo son, pero cuando
la semana va a ser corta, hay algo parecido a la alegría que se respira por
aulas, patios y corredores. No porque se preparen pequeños viajes, ni porque se
deguste lo que se vaya a hacer en el tiempo libre, sino por el más evidente de
los motivos: porque la semana va a ser corta. En vez de padecer 5 días, solo
padeceremos 3. Dicho así, la diferencia parece poca, sin embargo en términos de
liberación de las tareas obligadas es como una eternidad feliz.
Y la
alegría depara paciencia, tolerancia, levedad. Cuando se nos recuerda que no
entregamos todavía los informes, los programas, las hojas de ruta, refrenamos
la puteada que tenemos siempre a flor de labios y sonreímos. Mentimos impunemente
con un deleite de dulce de leche, decimos que aprovecharemos el tiempo libre
para ponernos al día (cosa que no haremos para no contradecir la libertad
implícita en aquello de que el tiempo que nos espera es “libre”). Lo curioso es
que lo decimos con convicción, como si de verdad fuéramos a ponernos a hacer
informes, actualizar programas o fotocopiar la bendita hoja rutera. Lo
olvidamos no bien lo decimos y si después durante el largo fin de semana, lo
recordamos, en vez de hacer lo prometido nos entregamos a la dulce culpa de
procrastinar (latinajo delicioso que significa dejar para un eventual mañana lo
que podemos hacer ayer, hoy y mañana).
Y si
durante la brevedad de los tres días de trabajo, algún alumno se retoba frente
a un ejercicio, se niega a escucharnos mientras explicamos por enésima vez el
secreto del presente simple (secreto que los alumnos se niegan a develar) o se nos
desafía con una flagrante ruptura a todas las normas de convivencia, desde el
fondo de nuestra almita buena (que no sospechábamos tan buena) contamos hasta
10, 100, 1000 y con filosófica comprensión enfrentamos el problema.
Y si
la alegría no es solo brasilera, esta bonhomía no es privativa de los docentes.
No, los alumnos están mejor predispuestos, más receptivos. No serán una Yentl,
pero están lo más cerca que puedan estarlo. Con la promesa del fin de semana
largo han aprendido más que en 70 clases normales.
De
donde se deduce que en secundaria (no sé en jardín o primaria) menos es más. La
ley nos condena a 180 días lectivos, que los ministros de educación suben a 190
para no ser menos. En las actuales condiciones, si negociáramos con los alumnos
mayor aprendizaje a cambio de menos días, hasta podríamos terminar enseñando
Shakespeare. Pero, en fin, nadie entiende menos de educación que un ministro.
Para la referencia a Yentl ver
por favor
http://enunbelmondo.blogspot.com.ar/2014/04/hay-momentos.html
http://enunbelmondo.blogspot.com.ar/2014/04/hay-momentos.html
jueves, 10 de abril de 2014
Jueves 10
Si creen
que la primera semana fue difícil, no saben lo que es la segunda, la tercera,
la cuarta y la quinta. En la primera se pasa del descanso a la actividad
frenética, entonces prima lo físico. Es más bien deportiva. Se trata del
calentamiento muscular. Correr de una escuela a otra. Saltar de un curso a
otro. En las que siguen lo psicológico gana supremacía.
Cuando
empezamos, profesores y alumnos ponemos la mejor cara: la de la resignación. Y la
resignación es mansa. El ligero componente depresivo que la define nos pone
diplomáticos, contemporizadores, ultra pacientes. A partir de la segunda,
comienzan a mostrarse las uñas y los dientes.
Los grupos
todavía no están conformados. No son todos los que están, ni están todos los
que serán. Tenemos los alumnos de la tercera materia, es decir, los que tienen
tres previas, pero que si aprueban una de ellas en los próximos días, no
estarán más con nosotros, serán promovidos al curso superior. Tenemos asimismo
los alumnos que están en esta escuela porque no consiguieron lugar en la que
querían, pero que continúan con los trámites a la espera de la aceptación, y si
eso se logra, se irán y no estarán más con nosotros. Y tenemos también a los
que están a regañadientes, los que socaban día tras día la voluntad de los
padres que los obligan a venir y que confían en demolerla para hacernos un pito
catalán final y no vernos más. Y estarán, claro, los que vendrán de otras
escuelas, los que alcanzaron a ser promovidos a nuestro curso y los que creían
que este año no tendrían que ir a clases y sus padres ganaron la pulseada.
Y mientras
estos movimientos tectónicos tiene lugar, las personalidades líderes se dedican
a jugar con el único factor que creen inamovible: el profesor. Pronto ganan más
adeptos porque el deporte favorito del alumno es comprobar hasta dónde llega la
autoridad del docente, cuáles son sus límites, sus debilidades, cuán elástica
es su paciencia o los niveles de su tolerancia.
Y profesor
que se descuida, pierde. No vuelve a tener control sobre su grupo. Será juguete
del peor destino docente: estar en manos de los alumnos. Las nuevas pedagogías
dicen que esto es un objetivo a perseguir, pero los más viejos, zorros por los
años de experiencia, sabemos que no hay error más grande que éste, que todo
barco necesita un capitán, que barco amotinado no llega a buen puerto.
La batalla final docente, la del control, se gana o se pierde en estas primeras escaramuzas. Esto nos demanda un permanente estado de alerta, lo que agota nuestras raídas mentes. Porque créalo o no la pedagogía, los docentes, aparte de ser sujetos de enseñanza, tenemos una vida, tenemos crisis espirituales, problemas vinculares, anhelos no cumplidos, carencias insatisfechas. Somos humanos, bah.
Pero
a partir de la segunda semana de clases, te conviene dejar todo de lado,
olvidarte hasta de tu apellido y atarte al timón, si es necesario, para que no
se te resbale. Porque el peligro es grande. La poca tranquilidad de tu resto
del año depende de estos momentos. La poca tranquilidad, subrayo. Porque tener
el timón no te garantiza nada, salvo no estrellarte contra los acantilados. Lo que
no es poco. No olvides que a tu alrededor casi todo naufragó, pero vos, por
algún prodigio náutico, seguís navegando.
No es mucho, pero Bon voyage!
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