jueves, 1 de mayo de 2014

Jueves 1



Por cuatro días locos que vamos a pasar, por cuatro días locos que vamos a pasar… Mejor pasarlos amuchados…

viernes, 25 de abril de 2014

Viernes 25



Venir de una semana corta anestesia. Un poco. Contra la ingratitud de los alumnos, la pesadez de la burocracia y la cara de oler pedos de algunas personas. Eso sí, la indolencia te dura hasta que te dicen que tenés que asistir a una reunión obligatoria en la que se coordinará cómo entregar programas, planificaciones, diagnósticos de grupos y trabajos de recuperación por los días perdidos por la huelga.


La paciencia se te va por la alcantarilla y tenés ganas de ponerte a gritar: Ya hice todo eso, ya lo imprimí, no me digan ahora que hay nuevos protocolos y que me tengo que meter las copias por el garguero. (Se me ocurren muchas cosas que me podría meter por el garguero, pero juro que las copias de las planificaciones no son una de ellas.) Suspiro con la fuerza de Zeus, pero no se mueve ni una hoja. Hay furias devastadoras que mueren en la propia mente. La notificación concluye con: Se otorgarán certificados de asistencia. Pero el día y la hora elegidos no me coinciden con ninguna clase, de modo que, con mi poca suerte, será una actividad extra… extra. Tendrían que existir actividades que excluyen a los que cumplimos siempre. Aunque perderían su propósito, porque son actividades a las que vamos los que cumplimos siempre para escuchar quejas de los que no cumplen nunca. Conclusión: ¿no sería mejor arrastrar con la fuerza pública a los que no cumplen nunca y dejarnos a nosotros en paz? No, eso sería demasiado sentido común y ya se sabe que es el sentido que más escasea.


Voy, llego más cansado que puta de puerto en huelga de estibadores. Correr de una escuela a otra, de la mañana a la noche, no es apto para todo público. Somos los mismos cuatro de siempre. Ya podríamos fundar un grupo folklórico, quién sabe, por ahí nos iría mejor. La reunión es de una previsibilidad deprimente. Arranca con un ¿qué problema tienen? Respuesta lógica: Ninguno que esta reunión pueda solucionar. Algo que sería revolucionario. En vez de eso comienza la catarsis habitual. Los docentes son los únicos seres que pretenden sanarse las heridas ahondándoselas con una cucharita. Me aburro tanto que podría llorar para levantarme el ánimo. Encima como es reunión “extra” no hay refrigerio. Si tuviera un reino lo cambiaría por un café. Con crema.


Pasamos a lo que nos compete: los programas y las planificaciones. ¡No!, hay cambios… ligerísimos en la presentación. Lo suficientemente notables como para que los míos, ya impresos, sean tan útiles como un compás en una orgía. La jefa pide colaboración para unos proyectos que, hasta en la enunciación, suenan faraónicos. Las más entusiastas agregan troncos de sequoias al incendio. Si desde un principio sonaban inviables, ahora los proyectos se vuelven imposibles. Alguien sugiere incluir en el equipo de trabajo a Fulanita. Ah, dice la jefa, buenísimo, Fulanita es tan dedicada. Pregunta del millón: ¿si es tan “dedicada” por qué no está en esta reunión y en las 200 anteriores? Ah, claro, tiene imperecedera fama de “dedicada”, porque en vez de dar clase, se la pasa en la puerta de su salón charlando hasta con las moscas que pasan. Las entusiastas se van con una lista de deberes, que olvidarán apenas lleguen a sus casas, perdón, me corrijo, no bien traspasen la puerta de este salón.


Una hora y media después, gracias a los cielos, el evento se da por concluido. No saqué nada en claro, no se me aportó nada, me voy como vine. Claro, con un par de horas menos en mi vida, que bien podría haber llenado de un modo más constructivo: rascándome la cicatriz del conducto ónfalo-mesentérico o sea el ombligo, por ejemplo. Me dan ganas de pertenecer al grupo de los que no cumplen nunca. Van felices por la vida sin darse por aludidos para reuniones tan esclarecedoras como el barro.


Díganme andropáusico, pero no hay nada más inútil que hacer de cuenta que nos ocupamos cuando no hacemos más que aceitar el sistema para que siga aplastándonos.

martes, 22 de abril de 2014

Martes 22




Gabriel García Márquez es un autor que enamora. Lo sé por experiencia. Nunca me devolvieron los libros suyos que presté. Cuando quise releerlos, tuve que comprar nuevos ejemplares para que la historia volviera a iniciarse, porque el domingo al revisar la biblioteca descubrí que tengo solamente tres copias de 100 años de soledad. Una de Espasa Calpe que me regalaron una vez para el día del maestro y dos de la editorial Sudamericana con la clásica tapa, es que no me puedo resistir, cuando me cruzo con la portada de las etiquetas azules con motivos folklóricos y la E de soledad dada vuelta tengo que comprarlo. 100 años es incluso mejor libro con la portada que diseñó Vicente Rojo.


En casi todas las escuelas hay libros para dar clase de inglés (gracias a Dios y a Cristina, lo lamento si son anti K, pero me enseñaron a ser agradecido). Los paso a buscar en persona, no le pido a un alumno que lo haga, más que nada para desarrollar relación con las/los bibliotecarias/os. Alguien que estudió para traficar libros merece que se lo conozca.


Lunes, primeras horas de la tarde. La bibliotecaria abre su recinto de trabajo. Me anteceden cuatro niñas adolescentes, un poco cohibidas, como si visitaran la biblioteca por primera vez. Una de ellas pregunta con timidez si hay libros de García Márquez. ¿Para vos? retruca la bibliotecaria. No, para las cuatro, responde la alumna. Sonrío beatíficamente porque muero de amor.


Lunes, últimas horas de la noche. Me toca dar adjetivos de estado para que respondan How are you right now? (¿Cómo estás en este momento?). Los practicamos y planteo el ejercicio. Uno de los alumnos, que termina entre los primeros, me pregunta: ¿Usted conoce a García Márquez? Le contesto que sí, que tengo el gusto. ¿Qué libro me recomienda?, insiste. Me sale decirle Crónica de una muerte anunciada. ¿Es corto?, inquiere. Le digo que sí. Ah, me dice, porque en la biblioteca me dieron este mamotreto. Mete mano en su mochila y saca 100 años de soledad. Es largo, aclara con desaliento. Le digo: Permiso, tomo el libro y me pongo a leer la primera página en voz alta. Arranco con el ya célebre: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Y no me detengo hasta: “Cuando José Arcadio Buendía y los cuatro hombres de su expedición lograron desarticular la armadura, encontraron dentro un esqueleto calcificado que llevaba colgado al cuello un relicario de cobre con rizo de mujer.” Los que no habían terminado el ejercicio, y hasta los que sí y ya manoseaban el celular, se interrumpen y me escuchan. Cuando termino les veo las caras de hambre de maravillas. El alumno al que le habían prestado el libro, con autoridad de dueño, me urge: Deme, deme, a este lo leo seguro.


Me hincho orgulloso como un gallo, me envanezco como un pavo. De la pura alegría por trabajar en escuela pública. Hay esperanza.

martes, 15 de abril de 2014

Martes 15



No voy a decir que las escuelas son una fiesta, porque nunca lo son, pero cuando la semana va a ser corta, hay algo parecido a la alegría que se respira por aulas, patios y corredores. No porque se preparen pequeños viajes, ni porque se deguste lo que se vaya a hacer en el tiempo libre, sino por el más evidente de los motivos: porque la semana va a ser corta. En vez de padecer 5 días, solo padeceremos 3. Dicho así, la diferencia parece poca, sin embargo en términos de liberación de las tareas obligadas es como una eternidad feliz.


Y la alegría depara paciencia, tolerancia, levedad. Cuando se nos recuerda que no entregamos todavía los informes, los programas, las hojas de ruta, refrenamos la puteada que tenemos siempre a flor de labios y sonreímos. Mentimos impunemente con un deleite de dulce de leche, decimos que aprovecharemos el tiempo libre para ponernos al día (cosa que no haremos para no contradecir la libertad implícita en aquello de que el tiempo que nos espera es “libre”). Lo curioso es que lo decimos con convicción, como si de verdad fuéramos a ponernos a hacer informes, actualizar programas o fotocopiar la bendita hoja rutera. Lo olvidamos no bien lo decimos y si después durante el largo fin de semana, lo recordamos, en vez de hacer lo prometido nos entregamos a la dulce culpa de procrastinar (latinajo delicioso que significa dejar para un eventual mañana lo que podemos hacer ayer, hoy y mañana).


Y si durante la brevedad de los tres días de trabajo, algún alumno se retoba frente a un ejercicio, se niega a escucharnos mientras explicamos por enésima vez el secreto del presente simple (secreto que los alumnos se niegan a develar) o se nos desafía con una flagrante ruptura a todas las normas de convivencia, desde el fondo de nuestra almita buena (que no sospechábamos tan buena) contamos hasta 10, 100, 1000 y con filosófica comprensión enfrentamos el problema.


Y si la alegría no es solo brasilera, esta bonhomía no es privativa de los docentes. No, los alumnos están mejor predispuestos, más receptivos. No serán una Yentl, pero están lo más cerca que puedan estarlo. Con la promesa del fin de semana largo han aprendido más que en 70 clases normales.


De donde se deduce que en secundaria (no sé en jardín o primaria) menos es más. La ley nos condena a 180 días lectivos, que los ministros de educación suben a 190 para no ser menos. En las actuales condiciones, si negociáramos con los alumnos mayor aprendizaje a cambio de menos días, hasta podríamos terminar enseñando Shakespeare. Pero, en fin, nadie entiende menos de educación que un ministro.


Para la referencia a Yentl ver por favor 

http://enunbelmondo.blogspot.com.ar/2014/04/hay-momentos.html

jueves, 10 de abril de 2014

Jueves 10




Si creen que la primera semana fue difícil, no saben lo que es la segunda, la tercera, la cuarta y la quinta. En la primera se pasa del descanso a la actividad frenética, entonces prima lo físico. Es más bien deportiva. Se trata del calentamiento muscular. Correr de una escuela a otra. Saltar de un curso a otro. En las que siguen lo psicológico gana supremacía.


Cuando empezamos, profesores y alumnos ponemos la mejor cara: la de la resignación. Y la resignación es mansa. El ligero componente depresivo que la define nos pone diplomáticos, contemporizadores, ultra pacientes. A partir de la segunda, comienzan a mostrarse las uñas y los dientes.


Los grupos todavía no están conformados. No son todos los que están, ni están todos los que serán. Tenemos los alumnos de la tercera materia, es decir, los que tienen tres previas, pero que si aprueban una de ellas en los próximos días, no estarán más con nosotros, serán promovidos al curso superior. Tenemos asimismo los alumnos que están en esta escuela porque no consiguieron lugar en la que querían, pero que continúan con los trámites a la espera de la aceptación, y si eso se logra, se irán y no estarán más con nosotros. Y tenemos también a los que están a regañadientes, los que socaban día tras día la voluntad de los padres que los obligan a venir y que confían en demolerla para hacernos un pito catalán final y no vernos más. Y estarán, claro, los que vendrán de otras escuelas, los que alcanzaron a ser promovidos a nuestro curso y los que creían que este año no tendrían que ir a clases y sus padres ganaron la pulseada.


Y mientras estos movimientos tectónicos tiene lugar, las personalidades líderes se dedican a jugar con el único factor que creen inamovible: el profesor. Pronto ganan más adeptos porque el deporte favorito del alumno es comprobar hasta dónde llega la autoridad del docente, cuáles son sus límites, sus debilidades, cuán elástica es su paciencia o los niveles de su tolerancia.


Y profesor que se descuida, pierde. No vuelve a tener control sobre su grupo. Será juguete del peor destino docente: estar en manos de los alumnos. Las nuevas pedagogías dicen que esto es un objetivo a perseguir, pero los más viejos, zorros por los años de experiencia, sabemos que no hay error más grande que éste, que todo barco necesita un capitán, que barco amotinado no llega a buen puerto.


La batalla final docente, la del control, se gana o se  pierde en estas primeras escaramuzas. Esto nos demanda un permanente estado de alerta, lo que agota nuestras raídas mentes. Porque créalo o no la pedagogía, los docentes, aparte de ser sujetos de enseñanza, tenemos una vida, tenemos crisis espirituales, problemas vinculares, anhelos no cumplidos, carencias insatisfechas. Somos humanos, bah.


Pero a partir de la segunda semana de clases, te conviene dejar todo de lado, olvidarte hasta de tu apellido y atarte al timón, si es necesario, para que no se te resbale. Porque el peligro es grande. La poca tranquilidad de tu resto del año depende de estos momentos. La poca tranquilidad, subrayo. Porque tener el timón no te garantiza nada, salvo no estrellarte contra los acantilados. Lo que no es poco. No olvides que a tu alrededor casi todo naufragó, pero vos, por algún prodigio náutico, seguís navegando.


No es mucho, pero Bon voyage!