Si creen
que la primera semana fue difícil, no saben lo que es la segunda, la tercera,
la cuarta y la quinta. En la primera se pasa del descanso a la actividad
frenética, entonces prima lo físico. Es más bien deportiva. Se trata del
calentamiento muscular. Correr de una escuela a otra. Saltar de un curso a
otro. En las que siguen lo psicológico gana supremacía.
Cuando
empezamos, profesores y alumnos ponemos la mejor cara: la de la resignación. Y la
resignación es mansa. El ligero componente depresivo que la define nos pone
diplomáticos, contemporizadores, ultra pacientes. A partir de la segunda,
comienzan a mostrarse las uñas y los dientes.
Los grupos
todavía no están conformados. No son todos los que están, ni están todos los
que serán. Tenemos los alumnos de la tercera materia, es decir, los que tienen
tres previas, pero que si aprueban una de ellas en los próximos días, no
estarán más con nosotros, serán promovidos al curso superior. Tenemos asimismo
los alumnos que están en esta escuela porque no consiguieron lugar en la que
querían, pero que continúan con los trámites a la espera de la aceptación, y si
eso se logra, se irán y no estarán más con nosotros. Y tenemos también a los
que están a regañadientes, los que socaban día tras día la voluntad de los
padres que los obligan a venir y que confían en demolerla para hacernos un pito
catalán final y no vernos más. Y estarán, claro, los que vendrán de otras
escuelas, los que alcanzaron a ser promovidos a nuestro curso y los que creían
que este año no tendrían que ir a clases y sus padres ganaron la pulseada.
Y mientras
estos movimientos tectónicos tiene lugar, las personalidades líderes se dedican
a jugar con el único factor que creen inamovible: el profesor. Pronto ganan más
adeptos porque el deporte favorito del alumno es comprobar hasta dónde llega la
autoridad del docente, cuáles son sus límites, sus debilidades, cuán elástica
es su paciencia o los niveles de su tolerancia.
Y profesor
que se descuida, pierde. No vuelve a tener control sobre su grupo. Será juguete
del peor destino docente: estar en manos de los alumnos. Las nuevas pedagogías
dicen que esto es un objetivo a perseguir, pero los más viejos, zorros por los
años de experiencia, sabemos que no hay error más grande que éste, que todo
barco necesita un capitán, que barco amotinado no llega a buen puerto.
La batalla final docente, la del control, se gana o se pierde en estas primeras escaramuzas. Esto nos demanda un permanente estado de alerta, lo que agota nuestras raídas mentes. Porque créalo o no la pedagogía, los docentes, aparte de ser sujetos de enseñanza, tenemos una vida, tenemos crisis espirituales, problemas vinculares, anhelos no cumplidos, carencias insatisfechas. Somos humanos, bah.
Pero
a partir de la segunda semana de clases, te conviene dejar todo de lado,
olvidarte hasta de tu apellido y atarte al timón, si es necesario, para que no
se te resbale. Porque el peligro es grande. La poca tranquilidad de tu resto
del año depende de estos momentos. La poca tranquilidad, subrayo. Porque tener
el timón no te garantiza nada, salvo no estrellarte contra los acantilados. Lo que
no es poco. No olvides que a tu alrededor casi todo naufragó, pero vos, por
algún prodigio náutico, seguís navegando.
No es mucho, pero Bon voyage!
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