martes, 22 de abril de 2014

Martes 22




Gabriel García Márquez es un autor que enamora. Lo sé por experiencia. Nunca me devolvieron los libros suyos que presté. Cuando quise releerlos, tuve que comprar nuevos ejemplares para que la historia volviera a iniciarse, porque el domingo al revisar la biblioteca descubrí que tengo solamente tres copias de 100 años de soledad. Una de Espasa Calpe que me regalaron una vez para el día del maestro y dos de la editorial Sudamericana con la clásica tapa, es que no me puedo resistir, cuando me cruzo con la portada de las etiquetas azules con motivos folklóricos y la E de soledad dada vuelta tengo que comprarlo. 100 años es incluso mejor libro con la portada que diseñó Vicente Rojo.


En casi todas las escuelas hay libros para dar clase de inglés (gracias a Dios y a Cristina, lo lamento si son anti K, pero me enseñaron a ser agradecido). Los paso a buscar en persona, no le pido a un alumno que lo haga, más que nada para desarrollar relación con las/los bibliotecarias/os. Alguien que estudió para traficar libros merece que se lo conozca.


Lunes, primeras horas de la tarde. La bibliotecaria abre su recinto de trabajo. Me anteceden cuatro niñas adolescentes, un poco cohibidas, como si visitaran la biblioteca por primera vez. Una de ellas pregunta con timidez si hay libros de García Márquez. ¿Para vos? retruca la bibliotecaria. No, para las cuatro, responde la alumna. Sonrío beatíficamente porque muero de amor.


Lunes, últimas horas de la noche. Me toca dar adjetivos de estado para que respondan How are you right now? (¿Cómo estás en este momento?). Los practicamos y planteo el ejercicio. Uno de los alumnos, que termina entre los primeros, me pregunta: ¿Usted conoce a García Márquez? Le contesto que sí, que tengo el gusto. ¿Qué libro me recomienda?, insiste. Me sale decirle Crónica de una muerte anunciada. ¿Es corto?, inquiere. Le digo que sí. Ah, me dice, porque en la biblioteca me dieron este mamotreto. Mete mano en su mochila y saca 100 años de soledad. Es largo, aclara con desaliento. Le digo: Permiso, tomo el libro y me pongo a leer la primera página en voz alta. Arranco con el ya célebre: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Y no me detengo hasta: “Cuando José Arcadio Buendía y los cuatro hombres de su expedición lograron desarticular la armadura, encontraron dentro un esqueleto calcificado que llevaba colgado al cuello un relicario de cobre con rizo de mujer.” Los que no habían terminado el ejercicio, y hasta los que sí y ya manoseaban el celular, se interrumpen y me escuchan. Cuando termino les veo las caras de hambre de maravillas. El alumno al que le habían prestado el libro, con autoridad de dueño, me urge: Deme, deme, a este lo leo seguro.


Me hincho orgulloso como un gallo, me envanezco como un pavo. De la pura alegría por trabajar en escuela pública. Hay esperanza.

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