Gabriel
García Márquez es un autor que enamora. Lo sé por experiencia. Nunca me
devolvieron los libros suyos que presté. Cuando quise releerlos, tuve que
comprar nuevos ejemplares para que la historia volviera a iniciarse, porque el
domingo al revisar la biblioteca descubrí que tengo solamente tres copias de 100 años de soledad. Una de Espasa Calpe
que me regalaron una vez para el día del maestro y dos de la editorial Sudamericana
con la clásica tapa, es que no me puedo resistir, cuando me cruzo con la
portada de las etiquetas azules con motivos folklóricos y la E de soledad dada vuelta tengo que comprarlo.
100 años es incluso mejor libro con
la portada que diseñó Vicente Rojo.
En casi
todas las escuelas hay libros para dar clase de inglés (gracias a Dios y a
Cristina, lo lamento si son anti K, pero me enseñaron a ser agradecido). Los paso
a buscar en persona, no le pido a un alumno que lo haga, más que nada para
desarrollar relación con las/los bibliotecarias/os. Alguien que estudió para
traficar libros merece que se lo conozca.
Lunes,
primeras horas de la tarde. La bibliotecaria abre su recinto de trabajo. Me anteceden
cuatro niñas adolescentes, un poco cohibidas, como si visitaran la biblioteca
por primera vez. Una de ellas pregunta con timidez si hay libros de García
Márquez. ¿Para vos? retruca la bibliotecaria. No, para las cuatro, responde la
alumna. Sonrío beatíficamente porque muero de amor.
Lunes,
últimas horas de la noche. Me toca dar adjetivos de estado para que respondan
How are you right now? (¿Cómo estás en este momento?). Los practicamos y
planteo el ejercicio. Uno de los alumnos, que termina entre los primeros, me
pregunta: ¿Usted conoce a García Márquez? Le contesto que sí, que tengo el
gusto. ¿Qué libro me recomienda?, insiste. Me sale decirle Crónica de una muerte anunciada. ¿Es corto?, inquiere. Le digo que
sí. Ah, me dice, porque en la biblioteca me dieron este mamotreto. Mete mano en
su mochila y saca 100 años de soledad.
Es largo, aclara con desaliento. Le digo: Permiso, tomo el libro y me pongo a
leer la primera página en voz alta. Arranco con el ya célebre: “Muchos años
después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había
de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.
Y no me detengo hasta: “Cuando José Arcadio Buendía y los cuatro hombres de su
expedición lograron desarticular la armadura, encontraron dentro un esqueleto
calcificado que llevaba colgado al cuello un relicario de cobre con rizo de
mujer.” Los que no habían terminado el ejercicio, y hasta los que sí y ya manoseaban
el celular, se interrumpen y me escuchan. Cuando termino les veo las caras de
hambre de maravillas. El alumno al que le habían prestado el libro, con
autoridad de dueño, me urge: Deme, deme, a este lo leo seguro.
Me hincho orgulloso como un gallo, me envanezco como un pavo. De la pura alegría por trabajar en escuela pública. Hay esperanza.
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